Esta es la historia de Morriña y Saudade, una historia de dos almas errantes que deambulan entre catastróficas desdichas. De dos seres que, a pesar de ser complementarios, viven en paralelo desconociendo la existencia del otro.
Más si algo de paciencia tienen, puede que descubran que quizás el destino, caprichoso él, en alguna de sus jugadas aproxime a nuestros melancólicos personajes, tornando la crónica de su solitario y triste viaje anunciado en un final inesperado.
El mayor de ambos, Saudade, nihilista de vocación y cenizo de profesión, desde bien joven destacó por ser la alegría de la huerta, pues, aunque muy dotado para la dialéctica y poseedor de culto sentido del humor, conseguía con su recurrente, exacerbada y fatalista afectación, conducir a sus oyentes hasta la extenuación.
Ustedes pensarán que era un cretino integral, no van desencaminados del todo. Sin embargo, esa petulante pose no era más que un rebuscado y poco acertado disfraz, que ocultaba su dulzura original.
Morriña por su parte, había sido bendecida con el don de la invulnerabilidad. No era cierto, nada más lejos de la realidad, pero ese era su secreto, aquel que nadie debía descubrir. Ella ni sentía ni padecía, siempre en constante huida hacia adelante, que ya encontraría algún recóndito rincón para lamerse sus maltrechas heridas. Pueden imaginarse que esta actitud en más de una ocasión era interpretada como el epítome de la indiferencia, pero en vez de desfacer el entuerto y poner encima de la mesa sentimientos y emociones, cogía el hatillo y salía despavorida.
No debo olvidar advertirles que, si bien Morriña y Saudade tendían a cierta naturaleza compleja, la cuidad donde crecieron era una puta vieja decrépita y desdentada llena de ignorancia, ponzoña y mucha mala leche, que carecía de la sensibilidad necesaria para vislumbrar las cualidades que sí titilaban en nuestros estrafalarios seres y que les confería ese halo de ingenio imaginativo que caracteriza a los que desayunan en Plutón. Eso cuando no eran vilipendiadas y pisoteadas por una muchedumbre furiosa que antes de intentar entender y comprender, tea en mano cargaba contra todo aquello que no sabía explicar.
La primera en huir, como no podía ser de otro modo, fue Morriña, harta de tanta negrura en un horizonte sin aliciente ni futuro. Saudade lo hizo más tarde, pues era tardío en el obrar.
Sus caminos, aquellos que al andar se hacen, transcurrieron parejos, pero siempre en paralelo y aunque la cosa mejoró al principio lejos de aquella bellaca ciudad, no lo hizo el tiempo suficiente para rozar, aunque fuera fugazmente, aquella calma que desde tanto tiempo andaban buscando.
Saudade tocó varios palos. De prestidigitador en barcos fantasmas a lanzador de cuchillos de circo ambulante, pasando por el novedoso puesto de crupier volatinero ahora con fuego, flautista de Hamelin como la solución definitiva a esas molestas ratas y alguna que otra cosa más, que puso en grave peligro su integridad. Pues si bien era diestro con la palabra, no resultaba así en lo que a forma física se refería.
Saudade era de constitución débil, proclive a quedarse helado en cualquier parte en la que no se superasen los 25 grados centígrados, de una blancura que rozaba lo paranormal, ojeroso, un tanto temeroso y de infame puntería. En el buque fantasma no había jornada en la que no le confundieran como espectro, lo que implicaba chusma y remos con la consiguiente lipotimia hipotérmica. De los cuchillos mejor ni hablar, pero para que se hagan una ligera idea, consiguió ensartar al muchacho del puesto de algodón de azúcar que se encontraba de baja en su casa aquel día. La misma suerte corrió con los volatines de fuego chamuscándose hasta las pestañan en frecuente ocasión. Y con las ratas, terribles episodios los sufridos, pues si bien consiguió que estas le persiguieran, no era sino para correrle a gorrazos por su falta de atino musical.
Harto ya de tan desafortunados y dolorosos resultados, apostó sobre seguro, la polémica, pues como ya saben, Saudade se manejaba bien con argumentos, razones, refutaciones, discusiones y llegado el caso, cháchara meliflua si así lo requería la situación. No tardó en hallar lo que buscaba, QDO, lo que viene a ser el Qualified Debater Officer de toda la vida, lo que no contempló fue quién requería cubrir el puesto, un siniestro propietario de antro infernal donde por un quítame allá esas pajas, cobraba hasta el apuntador. Se pueden imaginar que no fueron laureadas ovaciones las recibidas, sino hostias como panes las percibidas.
Tampoco Cupido había sido amable, pues aún habiendo gozado de agradable compañía femenina por temporadas, esta había resultado del todo insustancial, provocándole un inmediato alivio sexual y un perpetuo vacío existencial.
Malherido y por qué no, hasta los cojones de su jodida vida perra, resolvió terminar con todo. Era absurdo seguir como el heroico salmón que nada a contracorriente a pesar de laceraciones, golpes, ataques de osos cicateros y otros terribles sufrimientos. No había vuelta atrás. Pero ¿cómo hacerlo? un disparo tal vez, pero de dónde sacar la pistola si lo más cerca del hampa había sido la Gotham de un viejo parque de atracciones, eso sin olvidar su destreza, pues convencido estaba de que si a la sien se apuntaba a la vieja de la otra esquina atinaba. Veneno, pero ¿cuál? Si ya se ponía malito con un escabeche cargado, no se quería imaginar qué podía hacerle aquel cianuro espumoso. Con la sangre perdía el sentido por lo que poco daño causaría a sus venas. ¿Y Ahorcamiento? Con su suerte la viga elegida estaría repleta de carcoma y del trastazo más allá de una pierna rota, un brazo en cabestrillo y el orgullo maltrecho nada sacaría.
¡Lo tenía!, se precipitaría al mar, el Mar del Norte para ser exactos, porque incluso si la caída no cumplía sus expectativas, lo harían las gélidas aguas o el Kraken del tercero, daba igual, el caso es que de allí vivo no salía, de eso estaba plenamente convencido.
El día señalado llegó. Su vida, ese interminable ensayo que jamás se va a estrenar, estaba a punto de acabar. Por ello, se vistió su mejor traje, lustro los viejos zapatos y se caló el sombrero que cariñosamente había comprado el día antes de su marcha de la cuidad que le vio nacer, cuando iluso él, seguro estaba de que su suerte cambiaría. Caminó por el paseo marítimo con la nota de despedida en la mano. Había dudado si escribirla o no, pues sólo estaba, por tanto, despedirse ¿de quién? Sin embargo, consideró que debía hacerlo, aunque sin saber muy bien por qué. Adiós.
Con dificultad alcanzó la roca elegida, esa que recordaba la forma de un chipirón, pirenaico tal vez. La distancia era considerable, pero puede que no lo suficiente para perecer en el acto. En ese momento dudó, ¿qué estaba haciendo?, pero antes de poder sopesar si seguir adelante o no con su funesto plan, el pie derecho se le resbaló de la roca, maldita suela gastada pensó, y comenzó a caer.
Eso de que los momentos de la vida del moribundo pasan ante sus ojos, mentira cochina. En el caso de Saudade era puro instinto de supervivencia el que imperaba, provocando un constante aleteo de brazos y desgañitados encomendamientos a cualquier deidad, santidad o ente mágico que en ese instante pudiera dotarle de alas o lanzarle una cuerda.
Morriña había huido antes, instalándose en Ciudad Capital, donde oportunidades y aglomeraciones se presentaban por igual. Se estrenó como aprendiz de molinera, pero la cosa no cuajó, no por falta de motivación, sino por aquella crisis garrafal a la que, a pesar de poder olfatearle el pútrido aliento, seguían tildando de desaceleración. Continuó como operadora de línea erótica, pero enseguida comprendió que sus dotes carecían de la sensualidad necesaria para llegar a objetivos. Digamos que refajos, polainas y leotardos no eran los recursos más idóneos para el fin que perseguía la empresa. Duró poco, la echaron con cajas destempladas a la tercera queja. No le importó demasiado.
Sin un duro en el bolsillo, a punto estuvo de hacer el hatillo y regresar a aquella infame ciudad a la que juró que jamás volvería, cabizbaja, rezumando fracaso por los poros y conocedora de la mofa velada a la que sería sometida. Pero quiso el destino, caprichoso, que cayera en sus manos un folleto, el folleto que resolvería sus problemas: “Origami, el futuro”. Se hizo con papeles vistosos, al ritmo de “ron, ron, ron, la botella de ron” produjo grullas en masa y se dirigió al Jardín del encantado, encantador descanso para venderlas. El éxito fue muy relativo, por no decir nulo, pero descubrió que aquel Jardín le gustaba y en seguida se acomodó a él.
Fue una época compleja por la falta de medios, pero entretenida gracias a Fernanda Garrote, empleada de la empresa que gestionaba el Jardín del encantado, encantador descanso y que perdió la olla y la vida por su estúpida y muy torpe ambición. Hasta un conato de fin del mundo se vivió con jinetes del Apocalipsis incluidos. Pero las medidas se endurecieron y todo vago y/o maleante sin oficio ni beneficio fue llevado a trabajos forzados. Si Morriña lo hubiera sabido, se habría ido como jinete suplente de Hambre.
Sin embargo, Morriña logró zafarse de los trabajos forzados consiguiendo empleo como perdiguera, función en la que rápidamente brilló. Era rápida y eficaz pero las almas de atormentadas perdices y codornices empezaron a acumularse en progresión geométrica, haciendo cada vez más insoportable su existencia. Se presentaban a cualquier hora, en oficina, domicilio o supermercado de barrio, exigiendo explicaciones. Morriña apelaba a la condición omnívora del ser humano y al sabor tan rico que ofrecían, pero no colaba. Respetaba y entendía su derecho al pataleo, pero eran lentejas y si no era ella, otro vendría. Llegó a un pacto, ni mujeres ni niños al tiempo que ayudaría a todos aquellos espíritus a cruzar al otro lado.
Por un tiempo la cosa funcionó. Sin embargo, los expedientes comenzaron a acumularse, los becarios a irse presas de ataques de ansiedad, colitis aguda nerviosa o ambas a la vez, Caronte demandó por impago reiterado de las tasas de cruce, llegó el Covid, Filomena y la madre que los parió a todos. Morriña sintió que no podía más.
Como ni las alas ni la cuerda llegaban, Saudade se resignó a morir, a fin de cuentas, para eso había ido allí, para poner fin a una vida insulsa sin ápice de felicidad. Pero la cosa no iba a estar fácil, sabía que caería de tal forma que impediría a la muerte hacer un trabajo rápido y ya puestos, por qué no, indolora. Así que, ante él, congelación o Kraken, pero esas alternativas ya no le seducían como antaño.
Me tomarán por loca, pero les pido que escuchen con atención. A tal punto llegados, ustedes saben como yo que Saudade era un poco idiota y llevado por vayan ustedes a saber qué disparatadas ideas románticas o más bien, desconocimiento puro y duro del lugar, eligió para despeñarse una zona de pesca de chipirón pirenaico emigrante por jartura desecesión y calçots, que ni la gran vía en hora punta. Exacto, lo han adivinado, Saudade no cayó en el mar, sino en uno de los tanques, plagado de abundante chipirón, del pesquero Hombre Lobo de Alpedrete.
Saudade que había cerrado los ojos abandonándose definitivamente a la fatalidad más absoluta, fuese cual fuese, se encontró de pronto envuelto en algo viscoso y frío que no cejaba de proferir cullons. Abrió los ojos y allí esta él, en lo que parecía un muy hondo receptáculo, rodeado de masas y masas de cabreados chipirones que exigían inmunidad como Ponsatí y Puigdemont. Aturdido, anonadado, ojíplático y muy cansado perdió el conocimiento.
Estaba hasta los mismísimos, por lo que Morriña resolvió irse, no más almas, no más Ciudad Capital, no más… no más nada. Necesitaba irse lejos y dejar de pensar. Así que hizo hatillo, se dirigió a la estación de tren rebautizada por enésima vez y desconociendo por tanto si ahora era Campofrío o Don quijote, y se subió en el primer tren, sin darse cuenta de que el andén elegido no era el que correspondía a trenes de larga distancia, habiendo podido llegar a Paris u Oviedo al menos, sino a los de cercanías. No tardó demasiado en tener conocimiento del craso error.
Una voz le arrancó de los fornidos brazos de Morfeo para pedir el billete. No tenía, eso lo sabemos, intentó explicar la situación en la que se encontraba asegurando, además, que pagaría el importe del billete y la multa si así lo requería apelando a la bondad del revisor, interventor o como coño se llamasen ahora, tampoco tenía, bondad. Justo título para viajar o multa de treinta euros y patada en el culo en la próxima parada, no había una segunda opción.
Morriña, que nunca tenía premociones pero que frecuentemente se cagaba en su puta suerte, se encontró de repente en Alpedrete, con treinta euros menos en su bolsillo y sin saber cuál sería el próximo tren de vuelta a Ciudad Capital consecuencia de una recientísima avería de la maldita catenaria. Frustrada, cabreada y denostando la mierda de vida que llevaba comenzó a andar sin rumbo ni destino al que llegar.
Varios fueron los días los que Saudade permaneció en el tanque, pues a pesar de sus gritos, que a duras penas sobrepujaban los de los chipirones, nadie acudió en su auxilio. Rendido una vez más, terminó haciendo amistad con un pequeño grupo de chipirones jubilados cantadores de rumba flamenca, que contribuyó a amenizar el viaje.
El pesquero Hombre Lobo de Alpedrete atracó por fin en ese mundialmente conocido y transitado Puerto de Alpedrete, pues como sabrán, estos de Ciudad Capital, ampliando líneas de metro llegaron al Océano Atlántico y ya puestos se dijeron, pues como el Canal de Suez. Saudade, hechas las oportunas despedidas, se dispuso a salir del tanque, pero una vez más el hado no estaba de su parte. El tanque era alto y resbaladizo, por lo que salir de allí sin ayuda era del todo imposible, como lo había sido desde el primer momento. La desesperación más absoluta asomaba ya la cabeza cuando el tanque se movió, les estaban elevando.
El castañazo que vino después fue considerable y dejó a Saudade fuera de juego varios minutos, el tiempo necesario para que cayera en manos de las operarias, clasificado como merluza albina y subastado en la lonja por un alto precio consecuencia del tamaño y exotismo de la pieza. Así que cuando recobró la consciencia ya estaba en un camión camino del mercado.
Una vez allí, aunque parezca mentira, las cosas lejos de mejorar se tornaron más negras aún si cabe para Saudade. A pesar de todos los argumentos ofrecidos, haciendo especial hincapié en el hecho constatable de que Saudade no era una merluza sino un ser humano, maltrecho, pero ser humano, Severiano Molleja no atendía a razones, él había pagado por la pieza y por ende la pieza era suya, así que ya estaba cerrando el pico y colocándose el cartel de entero o por mitades.
Saudade no se lo podía creer o aquello se trataba de la broma infinita o tenía que ser una horrible y eterna pesadilla de la que no se conseguía despertar.
Morriña caminó con el objetivo de serenarse, objetivo este que logró en parte, pues el pueblo era bonito, el aire puro, al menos más que en Ciudad Capital, y apenas había gente, pero no lo suficiente. Había llegado por tanto la hora de darse a la bebida, uno de los pocos elixires mágicos que conseguían sustituir demonios por elfos etéreos y amables que hacían ver la vida un poco más de color de rosa. Resuelta se dispuso a encontrar un bar que satisficiera sus necesidades actuales cuando se dio de bruces con el mercado. Entró, rogando porque fuese como el de San Antón o San Fernando, pero no tuvo tanta suerte. La estancia únicamente tenía puestos y puestos de pescado, verduras, carnes y algunas flores. Iba a salir cuando algo llamó su atención.
Una cosa era morir elegantemente echándose a los brazos de la mar y otra muy diferente cortado a la mitad y desespinado por el asno de Severiano Molleja, motivo este de suficiente peso para que Saudade en un descuido de aquel pusiera pies en polvorosa, con lo que no contó fue con Lorenza Alfanje, copropietaria del puesto 49 y esposa de Severiano Molleja, quien le atizó con un bacalao dejándole grogui otra vez.
Morriña ya se había girado para salir corriendo ante tamaña atrocidad, pero en el ultimo instante se apiadó de aquel pobre diablo. Con cautela se aproximó al puesto 49 y con fingida indiferencia sopesó sobre la mercancía ofrecida: bacalao, caballa, chipirón pirenaico, un individuo pálido desgarbado y desmayado, colas de rape… Difícil decisión con lenguaje no verbal hizo saber a Severiano Molleja.
-¿A cuánto el kilo?- Preguntó Morriña señalando a Saudade.
-Entero o por mitades señorita-. Contestó Severiano Molleja.
-Entero, entero. Dijo Morriña.
-¿Se lo envuelvo o le espabilo para que se lo lleve?-. Preguntó Severiano Molleja.
-Pues casi si me lo espabila…- Propuso Morriña.
Después de algún que otro zarandeo, Saudade conseguía salir de aquella delirante situación que aún no lograba explicar cogido del brazo de Morriña y como los trenes seguían sin pasar y estaba claro que aquella merluza albina necesitaba una cerveza, se encaminaron al bar más próximo.
Huelga decir que este fue el comienzo de la tan ansiada vuelta de tuerca de las vidas de nuestros personajes. Tras dos cervezas ya hablaban como si se conocieran de toda la vida y después de la quinta, se pueden imaginar, pero eso ya pertenece a su más estrecha intimidad.
Su última carta, desde un crucero por el Mediterráneo donde Saudade, como David Foster Wallace, ha quedado injustamente en tercer lugar en el concurso de las mejores piernas masculinas. Morriña dice que claramente habría ganado de no ser el por ceño fruncido, el ojo izquierdo hinchado y estrábico y el gorro torcido por un gancho de derecha propinado por otro participante al precipitarse a la piscina de un resbalón motivado por tanto aceite para lucir pierna.
Fin.
Clara.