La mujer

Estoy inmersa en mis pensamientos cuando alguien llama mi atención. Es ella, estoy segura de que es ella. Pero cuidado, no debes hacer ningún gesto que te delate. Con el mayor de los aplomos paso la hoja, cauta me detengo y miro de soslayo por si ha apreciado la jugada. O es la mejor de las actrices o el movimiento ha pasado desapercibido con el traqueteo. Continúo acercándome y cuando creo que la tengo, una voz irrumpe en el vagón, me destierra de mi imaginario y la mujer se escapa.

Recoletos.

Hoy no, pero mañana tal vez.

Clara.

Pd. Otro relato que llegó pero no venció.

Imaginen

No me malinterpreten, soy una persona real de carne y hueso, con sus egoísmos, con sus luchas encarnizadas entre lo que quiero y lo que debo, caprichosa para según qué cosas y con esa pizca iracunda que me torna ligeramente insoportable en más de una ocasión. Sin embargo, la idea romántica de la justicia poética que pone en su sitio a cada cual me ha seducido desde tiempos que ya ni recuerdo. Yo lo achaco a esa mente mágica que, cual hoja perenne, resiste en mi interior a pesar del inexorable paso del tiempo.

Imagino que pensarán ¿y a mi qué?, señora. Paciencia pido, pues es introducción a lo que viene a continuación.

Historias. Las historias que a lo largo de cada vida uno busca para su gozo y disfrute y que, en mi caso, responden siempre a una misma fórmula, el bueno gana, el malo pierde (y mucho), eso sí, dentro de mi escala de valores y por supuesto, de la simpatía que me suscite el personaje en cuestión.

Una de esas historias es la de un padre (negro) que mata a dos hijos de la gran puta por la violación, vejación y casi aniquilación de su hija de diez años en Mississippi, donde el Ku Klux Klan campa a sus anchas. Lo tiene crudo, evidentemente, pero hete aquí, que como representación de esa justicia poética aparece McConaughey y la Bullock para salvarle de una pena de muerte anunciada. La película en sí, pues oiga, muy entretenida y para ser Hollywood, medianamente comprometida, pero ese alegato final, ese último alarido desesperado del abogado defensor dirigido a duras y catetas molleras donde la lacra social de la ignorancia impera, siempre consigue estremecerme, ponerme los pelos como escarpias y gritarle a la tele, joder, así se hace.

En fin, si alguno de ustedes continúa después de este ladrillo, entenderá el por qué de este preámbulo.

Quiero que cierren los ojos y mientras les cuento esta historia, quiero que me escuchen y se escuchen a ustedes mismos. Háganlo, cierren sus ojos, por favor.

Esta es la historia de una niña afgana, una niña que fantasea con la idea de salvar vidas cuando sea mayor. Una niña que vive con su padre, madre y hermano, una familia normal que se quiere y apoya. La niña va al colegio, tiene amigos, juega, sale, disfruta y crece, como lo hace su ansia por ser médico.

Saca buenas notas, empieza el coqueteo con los chicos, se interesa por el maquillaje y los out fit que están de moda en ese momento. Sigue creciendo y consigue entrar en la universidad, donde año a año se prepara para alcanzar su sueño, ser médico.

Como era de esperar aquella niña soñadora consigue acabar su carrera, su familia no cabe en sí de gozo. Empieza a trabajar en un hospital y se especializa en oncología.

Día a día aquella que fue niña se dedica a sus pacientes, a salvarles o intentarlo, a darles el apoyo que necesitan. También ha conocido un buen hombre con el que decide casarse y nace su primera hija. Dos años después viene la segunda.

Ávida lectora, entusiasta de la pintura y bebedora de té.  

Es una vida plena, con sus cosas, pero que con la que es feliz.

Un buen día, aparecen unos señores dando alaridos que, venidos de las montañas y sin que nadie oponga resistencia (después de veinte años dando por culo), por el artículo treinta y tres, se proclaman máxima autoridad del territorio y con sus santos cojones dicen a todo el que quiera oír que, si quieres democracia, a reclamar al maestro armero. Sus ideas y no se hable más, las cuales, entre otras, suponen que nuestra niña soñadora ahora mujer, madre y oncóloga tenga que cambiar su labor médica por tareas del hogar, la bata por el burka y si quieres salir hermosa, con tu marido, tu padre u otro buey. Esto parte el corazón de la otrora niña, aunque es fuerte, luchadora y jamás podrán arrancarle su pasión, conocimiento y vivencias. Puede aguantar. Pero ¿y sus hijas?, qué futuro les espera a ellas. Son pequeñas aún, todavía no han tenido la oportunidad de conocer qué es lo que ofrece este mundo, la libertad de decidir quienes quieren ser… Ya no, todo eso se esfuma, ahora están abocadas a convertirse en reclusas, muradas, emparedadas, analfabetas forzadas porque unos señores dando alaridos bajando de las montañas (curiosamente con gafas y manejando un inglés que ya quisieran en Oxford) han decidido de forma unilateral que todo aquel ser humano que haya tenido la desgracia de nacer bajo el sexo femenino no es persona, sino la propiedad de algún salvaje que a la que podrá violar, pegar y destrozar a pedradas bajo el fervor y aplausos de otros salvajes.

Ahora, por favor, les pido que imaginen que esa niña no es afgana, sino española, o alemana, o estadounidense, o chilena… les pido que imaginen que esa niña son ustedes, que un buen día, su vida, como la conocían, desaparece, sin que puedan hacer nada por evitarlo, que un buen día como en la metamorfosis de Kafka, ustedes ya no son persona, son mercancía sucia, impura, que puede ser vapuleada, destrozada y tirada a la basura sin que a nadie importe en lo más mínimo, pues ustedes ahora, no son nada.

*Aviso a navegantes, quien dice médico, dice profesora, modelo, arquitecta, fotógrafa, policía, bailarina, periodista, jardinera, dueña de la mejor boutique de la ciudad, escritora, chef, ingeniera, pintora, teleoperadora, surfista, fontanera, política, fiscal… o mujer florero, pero, permítanme la vulgaridad, porque le sale del coño.

Para finalizar, como no, una cita (manida, no lo negaré). Esta vez, de Martin Niemöller.

Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,

guardé silencio,

ya que no era comunista,

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,

guardé silencio,

ya que no era socialdemócrata,

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,

no protesté,

ya que no era sindicalista,

Cuando vinieron a llevarse a los judíos,

no protesté,

ya que no era judío,

Cuando vinieron a buscarme,

no había nadie más que pudiera protestar.

Clara.

De Incredulidad e Impotencia

Supongo que debo decir lo que he aprendido, mi conclusión. Mi conclusión es que el odio es un lastre. La vida es demasiado corta para estar siempre cabreado. No vale la pena. Dereck dice que siempre viene bien acabar un trabajo con una cita, dice que siempre hay alguien que lo ha hecho mejor que tú, que si no puedes superarlo róbaselo y aprovéchate.

Este era el soliloquio de Danny Vinyard mientras terminaba el trabajo que el Dr. Sweeney le había obligado a repetir, un trabajo que veía la luz tras escuchar la historia de su hermano Dereck, una puta historia que dejaba con el culo al aire al ser humano, pues hasta en el odio, la hipocresía y la futilidad, cual ponzoña, penetra en el tuétano del más pintado.

Y efectivamente el odio es un lastre y la vida demasiado efímera para ni tan siquiera, plantearnos morar con él. Sin embargo, aunque relación mucha, mis derroteros no van por ahí, sino por la realidad de ese ser que maldito él, lo ha hecho mejor que tú.

Este es el caso de Andri Castillo Söderström, de la siempre sobrecogedora, acertada y deslenguada Cuentos Centrífugos y de como un martes a mediodía, llámenlo alma, corazón, espíritu o Luis Ricardo se resquebrajó en dos mitades; aquella que responde ante Incredulidad y la que lamentablemente, atiende a un aullido de Impotencia.

Aprieta el paso, mi niña, ser mujer es una hazaña.

Cada vez que me hago un ovillo replegando las alas sobre este pecho desnudo, escucho una nana, un latido. No es mío, es la tierra en la que fui sembrada la que palpita en mi corazón cuando descanso de la vida. Son voces remotas, ecos, cuentos, estribillos rumores lejanos y ajenos que me acunan mientras floto. Flotan conmigo otros cuerpos, otros miedos, otras mujeres, otros vacíos…

Y al arrullo de ese silencio sin letra, me adormezco hasta la última cuna.

Me cantan los fantasmas de todas las semillas muertas, sus almas desaparecidas… y siento en el recuerdo el calor de su legado escondido, del tiempo sacrificado, Hilvanados en el envés de todas mis curvas los pensamientos silenciados de las luciérnagas perdidas… iluminan el abismo en que flotes, mujer… y acarician desde el principio de los tiempos las crines de esa niña que buscas.

Imagina la historia como si pudieras contarla, como si la letra fuera tuya y fueran tus ojos inconmensurables y ávidos los que observaran el mundo que habitas. Describe lo que ves, hermosa criatura, como si nadie te hubiera contado quien eres… como si otras voces no te hubieran convencido de los límites que no conocías cuando flotabas aquí, donde estoy yo, a punto de renacer.

Emerjo de mi interpelada por el alarido ancestral de las bocas silenciadas, busco el camino de vuelta recién parida, desatada, impulsada por el clamor de un coro de espíritus que exigen justicia divina… Mi identidad fue construida con palabras suaves en las que no cabe mi fuerza.

Soy de nuevo el animal que comprende el lenguaje de la tierra, soy el germen, el agua, la luz y la semilla… Una mujer que recibe, atiende y alimenta el brote, la madre que protege, soy también la hija. Soy el susurro que te impulsa a caminar erguida, hermosa bestia, a apropiarte de tu cuerpo y a lamer la herida que heredaron tus abuelas, diosas profanas, amazonas fieras… pura fuerza sometida sin piedad por la sagrada escritura que ensució el verdadero paraíso.

Yo te escucho mujer sin nombre, te veo, te siento, te bendigo…

https://www.instagram.com/cuentoscentrifugos/?hl=es

Por seguir en mi línea de robo y aprovecho, he creído oportuno terminar con el fragmento final de, creo, la mejor obra del teatro del absurdo, que desde mi opinión (de mierda) ilustra como nadie el inexorable transcurso del tiempo de una insensata esperanza que no hace, sino confirmar lo absurda que es la vida del jodido ser humano.   

ESTRAGON: Didi.

VLADIMIR: Sí.

ESTRAGON: No puedo seguir así.

VLADIMIR: Eso es un decir.

ESTRAGON: ¿Y si nos separásemos? Quizá sería lo mejor.

VLADIMIR: Nos ahorcaremos mañana. (Pausa) A menos que

venga Godot.

ESTRAGON: ¿Y si viene?

VLADIMIR: Nos habremos salvado.

(Vladimir se quita el sombrero –el de Lucky-, mira el interior, pasa la mano por dentro, lo sacudo se lo cala)

ESTRAGON: ¿Qué? ¿Nos vamos?

VLADIMIR: Súbete los pantalones.

ESTRAGON: ¿Cómo?

VLADIMIR: Súbete los pantalones.

ESTRAGON: ¿Qué me quite los pantalones?

VLADIMIR: Súbete los pantalones.

ESTRAGON: Ah, sí, es cierto.

(Se sube los pantalones. Silencio)

VLADIMIR: ¿Qué? ¿Nos vamos?

ESTRAGON: Vamos.

(No se mueven)

TELON

“Esperando a Godot” de Samuel Beckett.

Clara.  

In memoriam

-Feliz Navidad Vivaldo-. Dijo Angelote.

A lo que Vivaldo por su parte, henchido de razón y dando buena cuenta de los langostinos con salsa rosa, contestó tres ladridos, que en jerga perruna venía a significar, “Feliz Navidad amado Angelote”.

Este es el Cuento de Navidad de Angelote Multicolor Bautista y Vivaldo en un lugar allá por el Norte donde un día llueve y otro también, de un hombre y su perro y de cómo plantamos cara a ese enemigo silencioso y a veces letal que es la soledad.

Angelote contaba ya con 74 primaveras en su haber, era hombre menudo, con cierta tendencia a las redondeces abdominales, agradable hasta decir basta, culto y soltero, de hecho, no se le conocía ni se le había conocido mujer… Vivía en un pequeño piso muy cercano al centro que compartía con Vivaldo, su fiel compañero, un perro mestizo de 11 años y con sus flores, a las que cuidaba con mucho mimo a diario y de paso, eran la envidia de todo el barrio.

Aunque era 24 de diciembre, Angelote amaneció a las 8 de la mañana para seguir la rutina de todos los días. Una ducha para acto seguido, disfrutar del café con leche y la tostada con aceite de oliva en compañía de Vivaldo, que degustaba su filete de hígado vuelta y vuelta, en la mesita del salón, al lado de la ventana que daba al mar.

Sobre las 10, cargadas las pilas ya, y después de haber dejado todo recogido y saludado a cada una de sus flores, tocaba larguísimo paseo y los recados varios que hoy se incrementarían por ser Nochebuena, pues, aunque Angelote hacía tiempo que no tenía familia, al margen de Vivaldo, se había ido ganando uno por uno los corazones de sus vecinos con su simpatía, su bondad y su dulzura, lo que le permitía disfrutar más aún si cabe del garbeo al entretenerse con este y con aquel.

Lo primero era comprar el periódico y felicitar las fiestas a Marisa, su quiosquera de toda la vida. Después, segundo café en el Albert’s para desear una feliz Navidad a Alberto y Carmela. No podía olvidarse de las luces para el árbol en el bazar de Xian Chi Yu, pero que por aquello de facilitar las cosas se hacía llamarJuanito, y recoger la cena, langostinos con salsa rosa, manido sí, pero un clásico señores y una autentica delicatessen para Vivaldo.

Tras cumplir punto por punto con la orden del día, Angelote y Vivaldo dirigieron sus pasos, como era costumbre, a la casa de comidas del Aquilino, casa a la que llevaba acudiendo desde hacía al menos 15 años, pues había sido cocinero y hasta el rabillo de la boina oiga de cocinar y emplatar. Ofrecía un menú sabroso, abundante y económico y aunque por poco la relación entre el Aquilino y Angelote se va al carajo por las reticencias del primero a que el perro compartiera mesa y menú con su dueño, estas se fueron viniendo abajo lametón tras lametón hasta disiparse por completo.

Con la pancita llena, era hora de volver a casa y mientras Angelote se ponía las pantuflas Vivaldo se iba acomodando en el sofá para juntos, como no podía de ser de otra forma, echarse su siesta. Tras el sueño reparador, Angelote leyó el periódico en voz alta para que Vivaldo estuviera al corriente de las noticias internacionales, nacionales y locales, pero hoy iba a ser más breve, ya que Alberto, el del Albert’s, les había invitado a pasarse a partir de las 6 de la tarde para disfrutar de un pequeño piscolabis y algunos agasajos en agradecimiento por tantos años de fidelidad.

Ya en casa, habiendo pasado un rato de lo más grato, era hora de preparar la cena. Angelote hirvió los langostinos, los colocó en hielo para que no perdieran tersura, dispuso la mesa, incluido el mantel de las ocasiones especiales, y encendió el televisor para sintonizar el especial navideño de José Luis Moreno.   

-¡Ya está todo listo Vivaldo, a la mesa!-

-Guauff, guauf, guauuff, guau (traducción aproximada, me lavo las patas y voy ya mismo).-

Y ambos sentados a la mesa con sus langostinos con salsa rosa a rebosar y el champán, brindaron por una feliz navidad.

Guau!

Fin.

Escribí este relatillo hace unos años inspirado en el fantástico Teo, persona real y buena donde las hubiera, cuya vida, como otras tantas miles, ha sido arrebatada por la bastarda covid de los cojones. Cerrado todo a cal y canto, este es mi modo de darte un tristísimo hasta luego.

Hasta siempre Teo.

Pd. Vivaldo murió ya hace unos años y le estaba esperando.

Morriña y Saudade

Esta es la historia de Morriña y Saudade, una historia de dos almas errantes que deambulan entre catastróficas desdichas. De dos seres que, a pesar de ser complementarios, viven en paralelo desconociendo la existencia del otro.

Más si algo de paciencia tienen, puede que descubran que quizás el destino, caprichoso él, en alguna de sus jugadas aproxime a nuestros melancólicos personajes, tornando la crónica de su solitario y triste viaje anunciado en un final inesperado.

El mayor de ambos, Saudade, nihilista de vocación y cenizo de profesión, desde bien joven destacó por ser la alegría de la huerta, pues, aunque muy dotado para la dialéctica y poseedor de culto sentido del humor, conseguía con su recurrente, exacerbada y fatalista afectación, conducir a sus oyentes hasta la extenuación.

Ustedes pensarán que era un cretino integral, no van desencaminados del todo. Sin embargo, esa petulante pose no era más que un rebuscado y poco acertado disfraz, que ocultaba su dulzura original.

Morriña por su parte, había sido bendecida con el don de la invulnerabilidad. No era cierto, nada más lejos de la realidad, pero ese era su secreto, aquel que nadie debía descubrir. Ella ni sentía ni padecía, siempre en constante huida hacia adelante, que ya encontraría algún recóndito rincón para lamerse sus maltrechas heridas.  Pueden imaginarse que esta actitud en más de una ocasión era interpretada como el epítome de la indiferencia, pero en vez de desfacer el entuerto y poner encima de la mesa sentimientos y emociones, cogía el hatillo y salía despavorida.  

No debo olvidar advertirles que, si bien Morriña y Saudade tendían a cierta naturaleza compleja, la cuidad donde crecieron era una puta vieja decrépita y desdentada llena de ignorancia, ponzoña y mucha mala leche, que carecía de la sensibilidad necesaria para vislumbrar las cualidades que sí titilaban en nuestros estrafalarios seres y que les confería ese halo de ingenio imaginativo que caracteriza a los que desayunan en Plutón. Eso cuando no eran vilipendiadas y pisoteadas por una muchedumbre furiosa que antes de intentar entender y comprender, tea en mano cargaba contra todo aquello que no sabía explicar.

La primera en huir, como no podía ser de otro modo, fue Morriña, harta de tanta negrura en un horizonte sin aliciente ni futuro. Saudade lo hizo más tarde, pues era tardío en el obrar.

Sus caminos, aquellos que al andar se hacen, transcurrieron parejos, pero siempre en paralelo y aunque la cosa mejoró al principio lejos de aquella bellaca ciudad, no lo hizo el tiempo suficiente para rozar, aunque fuera fugazmente, aquella calma que desde tanto tiempo andaban buscando.

Saudade tocó varios palos. De prestidigitador en barcos fantasmas a lanzador de cuchillos de circo ambulante, pasando por el novedoso puesto de crupier volatinero ahora con fuego, flautista de Hamelin como la solución definitiva a esas molestas ratas y alguna que otra cosa más, que puso en grave peligro su integridad. Pues si bien era diestro con la palabra, no resultaba así en lo que a forma física se refería.

Saudade era de constitución débil, proclive a quedarse helado en cualquier parte en la que no se superasen los 25 grados centígrados, de una blancura que rozaba lo paranormal, ojeroso, un tanto temeroso y de infame puntería. En el buque fantasma no había jornada en la que no le confundieran como espectro, lo que implicaba chusma y remos con la consiguiente lipotimia hipotérmica. De los cuchillos mejor ni hablar, pero para que se hagan una ligera idea, consiguió ensartar al muchacho del puesto de algodón de azúcar que se encontraba de baja en su casa aquel día. La misma suerte corrió con los volatines de fuego chamuscándose hasta las pestañan en frecuente ocasión. Y con las ratas, terribles episodios los sufridos, pues si bien consiguió que estas le persiguieran, no era sino para correrle a gorrazos por su falta de atino musical.

Harto ya de tan desafortunados y dolorosos resultados, apostó sobre seguro, la polémica, pues como ya saben, Saudade se manejaba bien con argumentos, razones, refutaciones, discusiones y llegado el caso, cháchara meliflua si así lo requería la situación. No tardó en hallar lo que buscaba, QDO, lo que viene a ser el Qualified Debater Officer de toda la vida, lo que no contempló fue quién requería cubrir el puesto, un siniestro propietario de antro infernal donde por un quítame allá esas pajas, cobraba hasta el apuntador. Se pueden imaginar que no fueron laureadas ovaciones las recibidas, sino hostias como panes las percibidas.  

Tampoco Cupido había sido amable, pues aún habiendo gozado de agradable compañía femenina por temporadas, esta había resultado del todo insustancial, provocándole un inmediato alivio sexual y un perpetuo vacío existencial.

Malherido y por qué no, hasta los cojones de su jodida vida perra, resolvió terminar con todo. Era absurdo seguir como el heroico salmón que nada a contracorriente a pesar de laceraciones, golpes, ataques de osos cicateros y otros terribles sufrimientos. No había vuelta atrás. Pero ¿cómo hacerlo? un disparo tal vez, pero de dónde sacar la pistola si lo más cerca del hampa había sido la Gotham de un viejo parque de atracciones, eso sin olvidar su destreza, pues convencido estaba de que si a la sien se apuntaba a la vieja de la otra esquina atinaba. Veneno, pero ¿cuál? Si ya se ponía malito con un escabeche cargado, no se quería imaginar qué podía hacerle aquel cianuro espumoso. Con la sangre perdía el sentido por lo que poco daño causaría a sus venas. ¿Y Ahorcamiento? Con su suerte la viga elegida estaría repleta de carcoma y del trastazo más allá de una pierna rota, un brazo en cabestrillo y el orgullo maltrecho nada sacaría.   

¡Lo tenía!, se precipitaría al mar, el Mar del Norte para ser exactos, porque incluso si la caída no cumplía sus expectativas, lo harían las gélidas aguas o el Kraken del tercero, daba igual, el caso es que de allí vivo no salía, de eso estaba plenamente convencido.

El día señalado llegó. Su vida, ese interminable ensayo que jamás se va a estrenar, estaba a punto de acabar. Por ello, se vistió su mejor traje, lustro los viejos zapatos y se caló el sombrero que cariñosamente había comprado el día antes de su marcha de la cuidad que le vio nacer, cuando iluso él, seguro estaba de que su suerte cambiaría. Caminó por el paseo marítimo con la nota de despedida en la mano. Había dudado si escribirla o no, pues sólo estaba, por tanto, despedirse ¿de quién? Sin embargo, consideró que debía hacerlo, aunque sin saber muy bien por qué. Adiós.

Con dificultad alcanzó la roca elegida, esa que recordaba la forma de un chipirón, pirenaico tal vez. La distancia era considerable, pero puede que no lo suficiente para perecer en el acto. En ese momento dudó, ¿qué estaba haciendo?, pero antes de poder sopesar si seguir adelante o no con su funesto plan, el pie derecho se le resbaló de la roca, maldita suela gastada pensó, y comenzó a caer.

Eso de que los momentos de la vida del moribundo pasan ante sus ojos, mentira cochina. En el caso de Saudade era puro instinto de supervivencia el que imperaba, provocando un constante aleteo de brazos y desgañitados encomendamientos a cualquier deidad, santidad o ente mágico que en ese instante pudiera dotarle de alas o lanzarle una cuerda.     

Morriña había huido antes, instalándose en Ciudad Capital, donde oportunidades y aglomeraciones se presentaban por igual. Se estrenó como aprendiz de molinera, pero la cosa no cuajó, no por falta de motivación, sino por aquella crisis garrafal a la que, a pesar de poder olfatearle el pútrido aliento, seguían tildando de desaceleración. Continuó como operadora de línea erótica, pero enseguida comprendió que sus dotes carecían de la sensualidad necesaria para llegar a objetivos. Digamos que refajos, polainas y leotardos no eran los recursos más idóneos para el fin que perseguía la empresa. Duró poco, la echaron con cajas destempladas a la tercera queja. No le importó demasiado.

Sin un duro en el bolsillo, a punto estuvo de hacer el hatillo y regresar a aquella infame ciudad a la que juró que jamás volvería, cabizbaja, rezumando fracaso por los poros y conocedora de la mofa velada a la que sería sometida. Pero quiso el destino, caprichoso, que cayera en sus manos un folleto, el folleto que resolvería sus problemas: “Origami, el futuro”. Se hizo con papeles vistosos, al ritmo de “ron, ron, ron, la botella de ron” produjo grullas en masa y se dirigió al Jardín del encantado, encantador descanso para venderlas. El éxito fue muy relativo, por no decir nulo, pero descubrió que aquel Jardín le gustaba y en seguida se acomodó a él.   

Fue una época compleja por la falta de medios, pero entretenida gracias a Fernanda Garrote, empleada de la empresa que gestionaba el Jardín del encantado, encantador descanso y que perdió la olla y la vida por su estúpida y muy torpe ambición. Hasta un conato de fin del mundo se vivió con jinetes del Apocalipsis incluidos. Pero las medidas se endurecieron y todo vago y/o maleante sin oficio ni beneficio fue llevado a trabajos forzados. Si Morriña lo hubiera sabido, se habría ido como jinete suplente de Hambre.

Sin embargo, Morriña logró zafarse de los trabajos forzados consiguiendo empleo como perdiguera, función en la que rápidamente brilló. Era rápida y eficaz pero las almas de atormentadas perdices y codornices empezaron a acumularse en progresión geométrica, haciendo cada vez más insoportable su existencia. Se presentaban a cualquier hora, en oficina, domicilio o supermercado de barrio, exigiendo explicaciones. Morriña apelaba a la condición omnívora del ser humano y al sabor tan rico que ofrecían, pero no colaba. Respetaba y entendía su derecho al pataleo, pero eran lentejas y si no era ella, otro vendría. Llegó a un pacto, ni mujeres ni niños al tiempo que ayudaría a todos aquellos espíritus a cruzar al otro lado.

Por un tiempo la cosa funcionó. Sin embargo, los expedientes comenzaron a acumularse, los becarios a irse presas de ataques de ansiedad, colitis aguda nerviosa o ambas a la vez, Caronte demandó por impago reiterado de las tasas de cruce, llegó el Covid, Filomena y la madre que los parió a todos. Morriña sintió que no podía más.

Como ni las alas ni la cuerda llegaban, Saudade se resignó a morir, a fin de cuentas, para eso había ido allí, para poner fin a una vida insulsa sin ápice de felicidad. Pero la cosa no iba a estar fácil, sabía que caería de tal forma que impediría a la muerte hacer un trabajo rápido y ya puestos, por qué no, indolora. Así que, ante él, congelación o Kraken, pero esas alternativas ya no le seducían como antaño.

Me tomarán por loca, pero les pido que escuchen con atención. A tal punto llegados, ustedes saben como yo que Saudade era un poco idiota y llevado por vayan ustedes a saber qué disparatadas ideas románticas o más bien, desconocimiento puro y duro del lugar, eligió para despeñarse una zona de pesca de chipirón pirenaico emigrante por jartura desecesión y calçots, que ni la gran vía en hora punta. Exacto, lo han adivinado, Saudade no cayó en el mar, sino en uno de los tanques, plagado de abundante chipirón, del pesquero Hombre Lobo de Alpedrete

Saudade que había cerrado los ojos abandonándose definitivamente a la fatalidad más absoluta, fuese cual fuese, se encontró de pronto envuelto en algo viscoso y frío que no cejaba de proferir cullons. Abrió los ojos y allí esta él, en lo que parecía un muy hondo receptáculo, rodeado de masas y masas de cabreados chipirones que exigían inmunidad como Ponsatí y Puigdemont. Aturdido, anonadado, ojíplático y muy cansado perdió el conocimiento.

Estaba hasta los mismísimos, por lo que Morriña resolvió irse, no más almas, no más Ciudad Capital, no más… no más nada. Necesitaba irse lejos y dejar de pensar. Así que hizo hatillo, se dirigió a la estación de tren rebautizada por enésima vez y desconociendo por tanto si ahora era Campofrío o Don quijote, y se subió en el primer tren, sin darse cuenta de que el andén elegido no era el que correspondía a trenes de larga distancia, habiendo podido llegar a Paris u Oviedo al menos, sino a los de cercanías. No tardó demasiado en tener conocimiento del craso error.

Una voz le arrancó de los fornidos brazos de Morfeo para pedir el billete. No tenía, eso lo sabemos, intentó explicar la situación en la que se encontraba asegurando, además, que pagaría el importe del billete y la multa si así lo requería apelando a la bondad del revisor, interventor o como coño se llamasen ahora, tampoco tenía, bondad. Justo título para viajar o multa de treinta euros y patada en el culo en la próxima parada, no había una segunda opción.

Morriña, que nunca tenía premociones pero que frecuentemente se cagaba en su puta suerte, se encontró de repente en Alpedrete, con treinta euros menos en su bolsillo y sin saber cuál sería el próximo tren de vuelta a Ciudad Capital consecuencia de una recientísima avería de la maldita catenaria. Frustrada, cabreada y denostando la mierda de vida que llevaba comenzó a andar sin rumbo ni destino al que llegar. 

Varios fueron los días los que Saudade permaneció en el tanque, pues a pesar de sus gritos, que a duras penas sobrepujaban los de los chipirones, nadie acudió en su auxilio. Rendido una vez más, terminó haciendo amistad con un pequeño grupo de chipirones jubilados cantadores de rumba flamenca, que contribuyó a amenizar el viaje.

El pesquero Hombre Lobo de Alpedrete atracó por fin en ese mundialmente conocido y transitado Puerto de Alpedrete, pues como sabrán, estos de Ciudad Capital, ampliando líneas de metro llegaron al Océano Atlántico y ya puestos se dijeron, pues como el Canal de Suez. Saudade, hechas las oportunas despedidas, se dispuso a salir del tanque, pero una vez más el hado no estaba de su parte. El tanque era alto y resbaladizo, por lo que salir de allí sin ayuda era del todo imposible, como lo había sido desde el primer momento. La desesperación más absoluta asomaba ya la cabeza cuando el tanque se movió, les estaban elevando.

El castañazo que vino después fue considerable y dejó a Saudade fuera de juego varios minutos, el tiempo necesario para que cayera en manos de las operarias, clasificado como merluza albina y subastado en la lonja por un alto precio consecuencia del tamaño y exotismo de la pieza. Así que cuando recobró la consciencia ya estaba en un camión camino del mercado.

Una vez allí, aunque parezca mentira, las cosas lejos de mejorar se tornaron más negras aún si cabe para Saudade. A pesar de todos los argumentos ofrecidos, haciendo especial hincapié en el hecho constatable de que Saudade no era una merluza sino un ser humano, maltrecho, pero ser humano, Severiano Molleja no atendía a razones, él había pagado por la pieza y por ende la pieza era suya, así que ya estaba cerrando el pico y colocándose el cartel de entero o por mitades.

Saudade no se lo podía creer o aquello se trataba de la broma infinita o tenía que ser una horrible y eterna pesadilla de la que no se conseguía despertar.

Morriña caminó con el objetivo de serenarse, objetivo este que logró en parte, pues el pueblo era bonito, el aire puro, al menos más que en Ciudad Capital, y apenas había gente, pero no lo suficiente. Había llegado por tanto la hora de darse a la bebida, uno de los pocos elixires mágicos que conseguían sustituir demonios por elfos etéreos y amables que hacían ver la vida un poco más de color de rosa. Resuelta se dispuso a encontrar un bar que satisficiera sus necesidades actuales cuando se dio de bruces con el mercado. Entró, rogando porque fuese como el de San Antón o San Fernando, pero no tuvo tanta suerte. La estancia únicamente tenía puestos y puestos de pescado, verduras, carnes y algunas flores. Iba a salir cuando algo llamó su atención.

Una cosa era morir elegantemente echándose a los brazos de la mar y otra muy diferente cortado a la mitad y desespinado por el asno de Severiano Molleja, motivo este de suficiente peso para que Saudade en un descuido de aquel pusiera pies en polvorosa, con lo que no contó fue con Lorenza Alfanje, copropietaria del puesto 49 y esposa de Severiano Molleja, quien le atizó con un bacalao dejándole grogui otra vez.  

Morriña ya se había girado para salir corriendo ante tamaña atrocidad, pero en el ultimo instante se apiadó de aquel pobre diablo. Con cautela se aproximó al puesto 49 y con fingida indiferencia sopesó sobre la mercancía ofrecida: bacalao, caballa, chipirón pirenaico, un individuo pálido desgarbado y desmayado, colas de rape… Difícil decisión con lenguaje no verbal hizo saber a Severiano Molleja.

-¿A cuánto el kilo?- Preguntó Morriña señalando a Saudade.

-Entero o por mitades señorita-. Contestó Severiano Molleja.

-Entero, entero. Dijo Morriña.

-¿Se lo envuelvo o le espabilo para que se lo lleve?-. Preguntó Severiano Molleja.

-Pues casi si me lo espabila…-  Propuso Morriña.

Después de algún que otro zarandeo, Saudade conseguía salir de aquella delirante situación que aún no lograba explicar cogido del brazo de Morriña y como los trenes seguían sin pasar y estaba claro que aquella merluza albina necesitaba una cerveza, se encaminaron al bar más próximo.

Huelga decir que este fue el comienzo de la tan ansiada vuelta de tuerca de las vidas de nuestros personajes. Tras dos cervezas ya hablaban como si se conocieran de toda la vida y después de la quinta, se pueden imaginar, pero eso ya pertenece a su más estrecha intimidad.

Su última carta, desde un crucero por el Mediterráneo donde Saudade, como David Foster Wallace, ha quedado injustamente en tercer lugar en el concurso de las mejores piernas masculinas. Morriña dice que claramente habría ganado de no ser el por ceño fruncido, el ojo izquierdo hinchado y estrábico y el gorro torcido por un gancho de derecha propinado por otro participante al precipitarse a la piscina de un resbalón motivado por tanto aceite para lucir pierna.

Fin.

Clara.

De Estados de Derecho de papel y falaces partidas de Estratego

No es lectura amena, ni mucho menos, y tras estos años de sequía creativa, roza casi el disparate reaparecer con semejante castaña. Pero dado mi natural combativo e indoblegable (al menos eso me digo a mí misma), que lo que a continuación se expone caerá en saco roto y que no hay puñetera manera de hacer llegar una “carta al director”, me veo en la obligación autoimpuesta de, como Lisa Simpson con su “red dress press”, publicar lo que considero (yo y sin ánimo alguno de ofender) tamaña aberración entre los que proponen y los que consienten…

Ya para terminar esta breve introducción y a modo de interna reflexión, prometerme el regreso a la escritura, pues aunque sin gran acierto, de espíritu para mí, bálsamo se torna.  

Clara.

«Estimado Defensor del Pueblo,

Por medio de la presente, me pongo en contacto con usted por un hecho que creo, reviste de una gravedad extrema.

Nuestra Constitución recoge en sus arts. 14 a 29, un listado de derechos y libertades fundamentales que gozan de una especial protección dado el alcance de los mismos y que deben ser ya no solo respetados, sino defendidos por todos los poderes públicos, incluido, como debe ser, el Gobierno de España.  

Cierto es, que en determinados casos, como puede ser la crisis sanitaria generada por la ya catalogada por la OMS, pandemia mundial de Covid-19, las libertades y derechos anteriormente reseñados pueden verse limitados e incluso suspendidos, pero porque la propia Constitución así lo prevé en su art. 55, estableciendo tres mecanismos al efecto: estado de alarma, excepción y sitio.

Asimismo, el alcance, extensión y demás condiciones de estos instrumentos, deben ser regulados por una ley orgánica, al interferir en el ámbito de los derechos y libertades fundamentales. Requisito este que se cumple con la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (en adelante “LO 4/1981”).

Pues bien, con fecha 29 de octubre de 2020, fue aprobado por el Congreso de los Diputados la prórroga del estado de alarma por una duración de 6 meses, duración esta que, si mis cálculos no me fallan, excede del plazo de 15 días que expresamente establece el art. 6 de la LO 4/1981.

Artículo 6

1. La declaración del estado de alarma se llevará a cabo mediante decreto acordado en Consejo de Ministros.

2. En el decreto se determinará el ámbito territorial, la duración y los efectos del estado de alarma, que no podrá exceder de quince días. Sólo se podrá prorrogar con autorización expresa del Congreso de los Diputados, que en este caso podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga.

Esto supone un severo y peligroso atentado a todos los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos y a nuestro Estado de Derecho, al quedar de manifiesto que no todos los miembros de la sociedad estamos sujetos a las leyes. Pues en vez de modificar la LO 4/1981, por los cauces establecidos, si se estima necesaria la ampliación del estado de alarma, aunque no veo el motivo habida cuenta de que el citado cuerpo legislativo no establece límite de prórrogas, se hace como si de dos particulares que suscriben un contrato privado se tratara, sin tener en cuenta que el contenido de dicho acuerdo particular no es otro que los derechos y libertades fundamentales que tan celosamente recoge nuestra Constitución, norma suprema de este país y que supuso la transición de una larga dictadura a la espero siga siendo, actual democracia.

Por lo expuesto y dado que como ciudadana no estoy legitimada para la interposición del creo debido, recurso de inconstitucionalidad, recurro a usted, para que en representación de todos los ciudadanos que conformamos este país, lo presente en defensa de nuestro Estado de Derecho y de nuestras libertades y derechos fundamentales.

Ya para finalizar, me permito la licencia de añadir al presente escrito, la siguiente cita que en mi humilde opinión, considero de lo más ilustrativa.  

Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista;

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata;

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista;

Cuando vinieron a buscar a los judíos, no pronuncié palabra, porque yo no era judío.

Cuando finalmente vinieron a buscarme a mí, no había nadie más que pudiera protestar.”

Martin Niemöller

Atentamente,

Clara.»

Historias para no dormir. Cuarto y penúltimo acto, espero.

El valiente y majo Pasadoporagua, ya no era ni tan majo, ni tan valiente. El capullo, aunque muy gallito al principio, había terminado por claudicar ante mis eficaces artes de tortura, que vieron su culminación con el visionado ininterrumpido de la primera temporada de La Casa de la Pradera. Sin embargo, en vez de ver la luz al final del túnel, el caso se impregnaba de un aire siniestro que me ponía los pelos de punta.

 

Según Pasadoporagua, todo estaba preparado, era un vulgar montaje como el resto de programas. Pero en este, habían querido dar una vuelta de tuerca para poner aún más en vilo a los espectadores y con un poco de suerte, ganar un Pulitzer o un TP de oro. Pues si normalmente el gnomo malvado de jardín acudía a la cita trampa y allí se las veía con el equipo, la víctima y Pasadoporagua, en el de Franzina, el gnomo debía secuestrarla, para, tras unas tomas de Pasadoporagua a lo Sherlock Holmes, rescatarla sana y salva y advertir de los peligros que acechan en la red.

 

Pero el plan se había torcido con el número de teléfono del supuesto gnomo malvado de jardín, ya que el detective debería haber identificado a un tal Jonathan Esposito, en vez de a mi vecina Matilde Victoria Bronce Armada. Por supuesto, Jonathan Esposito era el gnomo malvado de jardín encarnado por el actor conocido en su casa como Poncho Gallardo.

 

En este punto, paré al ahora locuaz Pasadoporagua y le expuse con férreos argumentos que algo no me cuadraba. Él, cuando se presentó en mi casa con el número, ya conocía a quién pertenecía, por lo que lo normal, hubiera sido cantar la gallina y asumir que algo había salido mal. Claro meridiano lo veía hasta que, con sus malas artes de encantador de serpientes, me hizo dudar. Su explicación, la que sigue.

 

Claro que se llevó un susto de muerte cuando, tras tres comprobaciones con el detective, constató que efectivamente el móvil pertenecía a una tal Matilde Victoria Bronce Armada, pero con actores de por medio ya se sabía. Todos quieren destacar, darle ese toque personal, dejarse llevar por el personaje. Así que decidió, como buen compañero de reparto, seguir el juego del actor conocido en su casa como Poncho Gallardo. Y, además estaba el hecho de que se trataba de mi vecina…

 

Notaba que mi voluntad flaqueaba con este imbécil, así que esgrimí mi mellado y poco afilado cuchillo jamonero y se lo puse en la garganta. Le miré a los ojos y le susurré al oído:

 

-Te advierto majo y valiente Pasadoporagua que me tienes hasta los mismísimos cojones y empiezo a notar que cada vez me importa menos todo, que el contacto con la realidad se diluye. Esto amigo mío, favorece que ahora o dentro de un rato, decida…, decida que voy a cortarte el pescuezo, por ejemplo, y créeme que con este cuchillo morirás antes de una infección que desangrado. Así que, si quieres evitar morir entre terribles sufrimientos, haz el favor de contarme qué coño está pasando realmente-.

 

Mis ojos de perturbada y mis palabras tuvieron el efecto deseado, porque tras orinarse encima, me juró y perjuró por sus dignos antepasados que todo lo que me había contado hasta el momento no era más que la pura verdad.

 

Limadas ya nuestras pequeñas diferencias, continuó con el relato de la más pura verdad.

 

Tras confirmar que el número pertenecía a Matilde Victoria Bronce Armada, el detective comenzó a indagar hasta que descubrió que se trataba de una de mis vecinas, por lo que Pasadoporagua creyó que Franzina me había comentado de qué iba el percal. De ahí su comportamiento en mi casa, pues quería descubrir de qué modo estaba yo implicada y qué sabía de los planes de Poncho Gallardo. Sin embargo, al ver mi reacción respecto del desenmascare de la persona que estaba tras los mensajes y llamadas que atemorizaban a Franzina, se percató de que no tenía ni zorra de lo que acontecía, motivo por el cual quiso subir al sexto y comprobar que relación tenía Matilde Victoria Bronce Armada con Poncho Gallardo.

 

Pero como era de reacción lenta, dicho por él mismo, no reparó en el hecho de que las sillas de playa donde nos habíamos sentado eran idénticas a la que salía en el vídeo del secuestro y lo más inquietante, que su experto informático, despedido el mismo día del montaje del secuestro por su mala acogida por el público como experto informático, ya lo decía yo, salía en una foto con Matilde Victoria Bronce Armada, su hijo pequeño y lo que suponía. el marido de la misma, hasta que hui de forma despavorida de la casa.

 

Fijados estos hechos, que se tornaban cada vez más extraños, decidió husmear un poco para confirmar que, en efecto, el experto informático despedido era el hijo mayor de Matilde Victoria Bronce Armada, que tenían un garaje y una casita aislada cerca de Torrelodones y que, Víctor José, el experto informático despedido, llevaba tiempo con el teléfono de su madre en su poder. Con estos descubrimientos, bajó a mi casa para informarme, pero allí, tras un golpetazo en la cabeza, perdió la consciencia, recuperándola un poco después y encontrándose atado y frente a mi cuchillo en mano.

 

Reflexioné unos instantes, hice de tripas corazón por enésima vez desde que me había visto envuelta en aquella rocambolesca y macabra historia y desaté a Pasadoporagua. Le dejé que se duchara por aquello de la orina, le presté un pantalón de chándal holgado y una camiseta xxl de Ultramarinos Paco Ching Li y saque un par de cervezas para poner ideas en común e intentar sacar algo en claro de todo este asunto.

 

Continuará…

 

 

Historias para no dormir. Tercera parte

Imaginad un junco solitario en la vera de un río azotado por un vendaval. Pues eso mismito era yo en aquellos momentos. Sin embargo, tembleques aparte, mi cuerpo era absolutamente incapaz de realizar cualquier otro tipo de movimiento, ni mi cerebro de ordenar o generar idea alguna. Lo dicho, el junco solitario a la vera del río azotado por un vendaval. Afortunadamente, Pasadoporagua desconocía el aspecto de Matilde Victoria Bronce Armada y afortunadamente, Pasadoporagua tenía más bien poquita perspicacia, ya que fue incapaz de relacionar mi estado “imperterritoagitado” con la entrada de mis vecinos.

 

Estos en seguida desaparecieron en el ascensor, y yo, pude recomponerme, coger a Pasadoporagua del otro brazo, subírmelo a casa y contarle a trompicones que acabábamos de ver a nuestra sospechosa, en compañía de un hacker y seguramente su hijo. Pasadoporagua tras dar tres vueltas por el salón, se sentó a mi vera, me cogió de la mano, escudriñó mis ojos, y cuando pensaba que iba a declararse o algo así, me espetó, no hay tiempo que perder, la verdad está en el sexto, al más puro estilo Mulder.

 

Echando la vista atrás, reconozco que me debió dar algún tipo de aire, porque visto lo visto hasta el momento, no sé cómo fui capaz de seguir metiéndome más y más en la boca del lobo sin acudir a las autoridades. Pero el caso es que así fue. Me bebí un par de chupitos de vodka por aquello de hacer acopio de valor y cual cordera, me fui derecha al sexto, detrás del valiente y majo Pasadoporagua.

 

Llamé al timbre y al instante salió Matilde Victoria Bronce Armada con las manos llenas de harina y ataviada con un chándal y un delantal. Sonreí bobaliconamente, puesto que carecíamos de plan de actuación, pero mi cerebro estuvo agudo por una vez en la vida.

 

-Verás-, dije yo, -Creo que hay una fuga de agua, el techo de mi cuarto de baño tiene una mancha que crece a diario.-

 

Y ya estaba terminando, solo me quedaba diario, cuando me arrepentí enormemente de lo que acababa de salir por mi boca. De dónde coño iba a sacar yo una mancha en el techo de mi cuarto de baño en caso de que Matilde Victoria Bronce Armada quisiera verla. Sin embargo, de forma inaudita, mi cerebro volvió a actuar y me sacó del embrollo.

 

-Pero creo que la culpa es del vecino del séptimo.–

 

-Cariño, solo hay seis pisos, pero pasad, pasad, que tú y tu amigo tenéis muy mala carucha. – Nos dijo Matilde Victoria Bronce Armada que se asemejaba más a una preocupada y cariñosa madre que a una secuestra Franzinas.

 

A tal punto llegados, sabía que iniciaba un camino sin retorno. Pasamos y Matilde Victoria Bronce Armada nos acomodó en dos sillas plegables de playa, pues estaban tapizando el sofá. Dos sillas plegables de playa idénticas a la que salía en el vídeo del secuestro de Franzina, mucha coincidencia. Pere hete aquí que en el mueble que tenía a mi izquierda, había una foto enmarcada donde salía lo que debía ser toda la familia en Soria. Matilde Victoria Bronce Armada, el niño hacker cabrón del sexto y bien supuesto hijo pequeño, un señor bajito y con bigote que no era Franco, ni Hitler, sino, seguramente Carlos Hipólito Carrascosa Muela y esposo de Matilde Victoria Bronce Armada y, el puto genio informático del programa de gnomos de jardín. Del programa de Pasadoporagua.

 

Me levanté cual centella, balbuceé una disculpa a Matilde Victoria Bronce Armada por la interrupción y volé escaleras abajo para encerrarme en mi casa. El corazón se me salía por la boca, los pulmones me ardían y el miedo que sentía en aquel momento era indescriptible. Solo atinaba a dar vueltas sobre misma como un can que persigue su cola, hasta que me dije, para el carro muñeca, tú eres una roca, una roca que permanece imper…, mierda, que no, que tengo miedo, que quiero ir a casa con mami. No estoy orgullosa de esos momentos, pero una contable de pyme no está acostumbrada a jugarse los cuartos con vete tú a saber que clase de chinados.

 

Estuve así largo rato, esto es, dando vueltas, siendo una roca y queriendo irme a casa con mamá alternativamente, hasta que oí como se abría la puerta del sexto y a Pasadoporagua agradeciendo la hospitalidad y despidiéndose de Matilde Victoria Bronce Armada. Corriendo me dirigí a la cocina y cogí mi mellado y poco afilado cuchillo jamonero, para apostarme acto seguido al lado de la puerta agudizando el oído todo lo que me era posible. No daba crédito, Pasadoporagua estaba bajando las escaleras, Pasadoporagua encendía la luz de mi rellano y Pasadoporagua tocaba el timbre de mi puerta.

 

Mi debate interno era frenético. Estaba claro que no debía abrir la puerta, pero una parte de mi me empujaba a hacerlo. Quería saber, no, necesitaba conocer la verdad de todo lo que había pasado y seguía pasando. Así que ni corta, ni perezosa, o lo que es lo mismo, actuando con una insensatez rayana en la locura, abrí la puerta de par en par y dejé que Pasadoporagua entrara, no sin antes curarme en salud, dándole un cenicerazo en la cabeza.

 

Cayó inconsciente al suelo de forma estrepitosa y temí que el golpe le hubiera mandado derechito al otro barrio. Sin embargo, al anochecer empezó a despertarse. Veinte minutos después se recuperaba por completo, se veía sentado y atado a una silla, de salón, que no plegable de playa, y a mí en frente cuchillo jamonero mellado y poco afilado en mano esperando a que cantara claro.

 

Continuará…

Historias para no dormir. Segunda entrega

Si mi cara era un poema, ni te cuento la del majo y valiente Pasadoporagua, de Ilíada como poco. Pero lo que estaba claro es que Franzina había desaparecido, bajo coacción seguramente, que hacía un frío de cojones y que no podíamos quedarnos allí pasmados mucho más tiempo sin hacer nada al respecto. Así que, tras digerir, y era mucho digerir en tan poco tiempo, los acontecimientos, resolví que lo mejor era acudir de una puñetera vez a la policía y dejar que ellos, los verdaderos profesionales en estas lides, se encargaran. Pero como no, de nuevo mis argumentos, aunque plagaditos de sentido común, no surtieron efecto. Pasadoporagua adujo que desconocíamos el hecho de si realmente había habido un secuestro, puesto que Franzina se podía haber ido por su propia voluntad, así que antes de molestar a la fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, lo mejor era intentar localizarla.

 

Asentí como jodida cordera y saqué el móvil para llamar a Franzina. Apagado o fuera de cobertura, a la policía. Puede que no tenga cobertura o se haya quedado sin batería. Bien, me acercaré a su casa. Mejor te acompaño, no vaya a ser. Bien. Perfecto, vamos.

 

Como era de esperar, en su casa no estaba, pero Pasadoporagua no daba su brazo a torcer, pues ahora argumentaba que las desapariciones no podían denunciarse hasta pasadas 48 horas. Yo le intenté meter en la mollera que no se trataba de una desaparición sino de un secuestro, y aunque era cierto que solo habíamos visto el coche huir calle abajo a toda velocidad, el caso revestía cierta gravedad habida cuenta de que un posible maniaco homicida acosaba a Franzina. Sin embargo, me veía incapaz de seguir batallando mucho más. Tenía frío, sueño y la cabeza embotada, así que sintiéndolo mucho por Franzina, le dije amén hermano, tú ganas, que yo me voy a casa a dormir y mañana hablamos.

 

Soñé mucho y raro aquella noche, pero para mi sorpresa, amanecí despejada y con fuerzas renovadas para encontrar a mi amiga Franzina o pegarle un estacazo a Pasadoporagua para acudir de una vez por todas a la policía. Pero no sin antes tomarme mi café, echar un ojo a los periódicos del día por si algo se mencionaba y comprobar mi correo. En los rotativos no había rastro de ningún incidente de aquellas características, pero cuando abrí mi correo, en la bandeja de entrada, acechante y amenazador, reposaba un correo del hombre de negro 27 sin asunto, sin texto. Únicamente un archivo adjunto. Hice de tripas corazón y descargué el maldito archivo.

 

El vídeo, siento decir, era cutre de narices. En él, aparecía Franzina atada a una silla plegable de playa en lo que supuse un garaje, pues se vislumbraban un par de culos de coches y una bicicleta antediluviana, con un ejemplar del “20 minutos y medio” de lo que debía ser el día en cuestión, ya que la fecha no se apreciaba a esa distancia, en el regazo. Y al mismo tiempo una voz en off y distorsionada con, estoy segura, un globo de helio, nos daba parcas instrucciones de cómo proceder. Nada de policía, de lo más original, y la emisión aquella misma noche del capítulo de Franzina en el programa “Cazadores de gnomos malvados de jardín” y del propio vídeo del secuestro.

 

La segunda petición me chirrió un poco, o no tenía sentido o tenía demasiado. Y en esas estaba, cuando mi telefonillo sonó y casi me muero de un infarto. Era Pasadoporagua.

 

Jadeante, acelerado, triunfal, sacudiendo histéricamente un papel y repitiendo una y otra vez “la tenemos”, entró en casa aquí mi primo.

 

-¿A quién?-. Pregunté yo.

 

-A la mano negra que se esconde detrás de todo este asunto-.  Contestó él mientras me tendía el papel que segundos atrás había estado moviendo de un lado a otro de modo frenético.

 

Cogí la hoja y leí. Matilde Victoria Bronce Armada.

 

Matilde Victoria Bronce Armada, Matilde Victoria Bronce Armada… De qué me sonaba a mi ese nombre pensaba una y otra vez a la par que escudriñaba mi maltrecha memoria en busca de alguna respuesta, cuando quiso el caprichoso, y esta vez benévolo, destino, que la bombilla se me encendiera. Con premura y sin vacilación cogí de un brazo a Pasadoporagua y escaleras abajo me lo llevé. Bingo, allí estaba.

 

                        6ºB

Carlos Hipólito Carrascosa Muela

Matilde Victoria Bronce Armada

Víctor José Carrascosa Bronce

Ángel Leonardo Carrascosa Bronce.  

 

Pasadoporagua fue el primero en reaccionar, como era de esperar, y me propuso que subiéramos, como quién no quería la cosa, para tantear un poco el terreno. Yo, una vez aterrizada de mi mundo de Yupi particular, le comenté que aquello me parecía un tanto peligroso y de paso, me interesé por la procedencia, fuente u origen del nombre, esto era, quién coño le había dicho que mi vecina estaba detrás del secuestro de Franzina.

 

Pasadoporagua me miró con cara de no entender mi azoramiento, pero tras un par de segundos, debió recapacitar y me contó que, tras despedirnos el día anterior, había facilitado a un amigo suyo detective privado el número y perfil del gnomo malvado de jardín, y que este hacía un rato le había llamado para verse en un café para entregarle a la persona que se ocultaba detrás de dicho número y perfil. Y eso era todo.

 

Yo hice como que me lo creía y propuse por enésima vez acudir a la bendita policía. Él puso cara de contradicción y se disponía a replicarme, estoy convencida, cuando el portal se abrió de par en par, y Matilde Victoria Bronce Armada y, ay va la ostia, el niño hacker cabrón del sexto, hicieron su entrada.

 

Continuará…

Historias para no dormir

Llevaba meses sin saber absolutamente nada de mi amiga Franzina cuando cierto día y sin previo aviso, se presentó en mi casa. He de decir que en un principio no la reconocí, de hecho, estuve a punto de darle con la puerta en las narices creyendo que se trataba de un clásico exhibicionista de gabardina que abría mercado con la puerta fría. Por suerte soy de reacción lenta, hecho que me permitió percatarme de mi craso error y gentilmente invitarla a pasar. Y como también soy persona discreta y muy poco informada sobre los “outfits” del momento, me abstuve de abordar el tema del gorro calado hasta las cejas, las gafas de espejo naranja butano a las doce de la noche y la gabardina dónde hubiéramos cabido el vecino del cuarto y yo misma, a mayores.

 

Y habrían transcurrido diez minutos sentadas en el sofá, cuando aprecié, recordemos que soy de reacción lenta, que Franzina no había abierto la boca hasta el momento y que no dejaba de mirar furtivamente la única pequeña rendija de ventana que la cortina no cubría. Harta ya, atajé la situación anudando la cortina a la cinta de la persiana y preguntado a bocajarro por el motivo de su visita a horas tan intempestivas y la extrañeza de su comportamiento. Pero quizás fui algo brusca, porque Franzina se quitó las gafas de espejo naranja butano y se echó a llorar desconsoladamente.

 

Media hora de reloj me llevó tranquilizarla con estúpidas vaguedades, habida cuenta de que desconocía por completo si su berrinche se debía a alguna trifulca sentimental, a la guerra en Siria o al incremento del precio de la sepia, pues con Franzina nunca sabías.  Sin embargo, nunca hubiera supuesto que se debiera a lo que a continuación paso a trascribir.

 

Hará cosa de seis o siete meses recibí un e-mail en el que se podía leer en letras muy mayúsculas y muy rojas “es la última cuenta atrás”, yo no le di importancia, ya sabes cuan agresivos se han vuelto los publicistas hoy en día, pero es que, desde entonces, todos los días recibo uno. Pero eso no es todo, en mis perfiles de redes sociales varios, si ya se lo que me vas a decir…, recibo también a diario comentarios con esa maldita “última cuenta atrás” firmados por “el hombre de negro”. Pero espera que hay más. Desde hace tres meses me llaman todos los días a las once y seis minutos AM y PM y tras un nueva “es la última cuenta atrás” con voz distorsionada, suena “this is the end, my only friend, the end” y cuelgan. Y lo último, lo de este lunes, un jodido trozo de papel negro en mi buzón con “la cuenta atrás” de las narices firmado por “el hombre de negro”.

 

Y volvió a echarse a llorar.

 

Yo, ojiplática a la par que aterrorizada me había quedado tras escuchar su espeluznante relato, sin embargo, quería transmitir a mi amiga una imagen de mí misma cual roca al borde del acantilado que sigue impertérrita a pesar del azote cruel y continuo de la mar bravía. Pero ello no implicaba que no necesitara una cerveza o medio litro de absenta con láudano, mezclado, no agitado. Así que me levanté para ver por cual me decantaba a la par que meditaba si era mejor recurrir a los Navy Seal, la Benemérita, el equipo de Mentes Criminales, el niño hacker cabrón del sexto o los hermanos Winchester, cuando Franzina desde el salón a grito pelado me espetó que la solución al problema era llamar a Paco Pérez Pasadoporagua del programa “Atrapadores de gnomos malvados jardín”.

 

Tras digerir aquellas palabras y beberme casi dos cervezas de un trago, pues se me había olvidado comprar absenta y láudano en el Mercadona, intenté convencerla de que probablemente era mejor opción acudir a la policía, que a un programa de televisión, por muy majo y valiente que fuera el tal Pasadoporagua. Pero ni que decir tiene que mis esfuerzos resultaron del todo inútiles, pues Franzina ya había llamado al programa, mejor dicho, Franzina ya tenía cita para el día siguiente con Paco Pérez Pasadoporagua y yo debía acompañarla en ese duro trance.

 

Desconozco si fue la amistad que nos unía, la lentitud de mi “estimulo-respuesta” o que soy gilipollas con letras muy mayúsculas, pero el caso es que a la mañana siguiente, tras la correspondiente y, desde mi punto de vista, breve entrevista, me hallaba yo en una furgoneta con cristales tintados, en compañía de Franzina, el señor Pasadoporagua y un experto informático que en vez de rastrear la IP o la señal del teléfono o algo así como más de hacker, se dedicó a crear un perfil falso en las diferentes redes sociales que utilizaba Franzina, para tenderle una trampa al gnomo malvado de jardín.

 

Después de tres tristes horas, el gnomo malvado de jardín había picado el anzuelo, o al menos eso se creían el tonto del culo del experto informático, el valiente y majo Pasadoporagua y la crédula Franzina. La cita, al día siguiente a las seis de la tarde en un banco del parque que estaba en frente de mi casa, y allí mismo el gancho, una rubia escultural que el gnomo creía ligera de cascos, que desaparecería tras un primer contacto, dando paso a la caballería conformada por el valiente y majo Pasadoporagua, la crédula Franzina y de nuevo yo misma, pues el experto informático debía preservar su integridad física dadas sus habilidades rastreadoras únicas.

 

Dormí poco y mal aquella noche, pues o se trataba de alguna broma de un gusto pésimo o nos enfrentábamos a un auténtico perturbado de eclécticos gustos musicales, cuyas posibles reacciones no me hacían augurar nada bueno.

 

A las seis menos diez estábamos sentados en un coche aguardando a que el gnomo malvado de jardín asomara la cabeza, a las seis y media seguíamos aguardando y a las ocho menos cuarto nos convencíamos de que algo había salido mal. Pasadoporagua se bajó del coche y se acercó a la rubia escultural aterida de frío, la que, tras varios improperios, salió por patas. Yo también salí del coche, pues necesitaba estirar las piernas y fumarme un cigarrillo, pero Franzina se quedó dentro. No transcurrieron ni dos minutos, cuando el coche arrancó y a toda velocidad desapareció calle abajo. Pasadoporagua, que estaba inspeccionando los alrededores, vino hacia mi corriendo y me preguntó qué había pasado, yo solo atiné a encogerme de hombros, pues es de sobra conocido el hecho de que soy de reacción lenta.

 

Continuará…